Tepic, Nayarit, jueves 09 de mayo de 2024

La tía Anselma

Ulises Rodríguez

15 de Junio de 2023

La casa de la tía Anselma siempre olía mal. A una mezcla de mierda de gato y humedad que se acentuaba por su hábito de no abrir las ventanas. Su casa tenía poca luz pues decía que le provocaba migrañas. Viejas cortinas color guinda con decoraciones doradas y figuras religiosas por doquier hacían que su casa pareciera más una antigua funeraria que un hogar. Realmente no era agradable visitarla, aunque siempre conmovía su buen trato para quien se acordaba de ella. De toda mi familia, que no era muy extensa, yo era el que más la visitaba. Corrijo: tal vez era el único que lo hacía.

El carácter de la tía Anselma era difícil. Había enviudado hacía mucho y nunca tuvo hijos. Entre la familia se corría la cruel broma de que su marido se quitó la vida porque prefirió la muerte a vivir más tiempo al lado de una mujer tan conflictiva. Y es que el tío no hizo nada para salvarse del maldito cáncer que le fue diagnosticado. Nunca quiso aceptar quimioterapias ni ninguna otra cosa que le pudiera salvar la vida o atenuar el dolor. Recuerdo que cuando supo la noticia, su única reacción fue pedir la comida después de un silencio bastante prolongado. Pareciera que sólo esperaba su muerte sin más. Y esperó 4 largos y dolorosos años.

- ¡Esteban, siempre me da gusto verte, muchacho! - me dijo la tía apenas advirtió mi presencia, parado en su puerta, después de tocar un par de veces.

Su abrazo siempre era efusivo y tenía por costumbre besarme la frente y luego la mejilla. Esto no me gustaba porque dejaba rastros de saliva en mi cara que no encontraba cómo limpiar sin hacerla sentir incómoda. Esa vez no fue la excepción. 

En cuanto pasé a su casa el hedor se metió bien hondo en mis fosas nasales como si fuera el golpe de un boxeador callejero que en los puños se juega la vida. Las paredes de su casa estaban llenas de fotografías color sepia de familiares que hacía décadas que murieron. En una mesita, donde también estaba el viejo teléfono de disco que hacía mucho no daba línea, había una foto de mi padre, quien ella decía que era su primo favorito. Esa foto me gustaba porque mi padre lucía fuerte, apuesto, lleno de salud, murió al poco tiempo y no pudo verme crecer. 

Observaba la foto de papá cuando el inesperado salto de un gato rayado me hizo sustraerme de mis pensamientos. Ronroneando, el gato se acicalaba en la foto de mi padre. Otra particularidad de la tía Anselma era que siempre tenía gatos, pero nunca era el mismo. Cada vez que la visitaba, tenía uno diferente, a pesar de que no transcurriera mucho tiempo entre visita y visita. 

-Los gatos se van y ya no vuelven, hijo. Ni ellos soportan la soledad de esta casa- me respondía cada vez que le preguntaba por sus gatos. 

 No sé qué tanto hacía mi tía aquella noche en la cocina, pero desde allá la escuchaba balbucear algunas cosas. Me senté en el duro mueble, rogando al cielo no ensuciarme de los desechos del gato o sabrá dios si hasta de mi tía. Estaba en eso cuando la vi venir cargando con mucho esfuerzo un plato y una taza. 

Me conmovió que pretendiera ofrecerme algo pese a su cansancio. Siempre consideré que la tía no debía vivir sola, pero tampoco había nadie que quisiera vivir a su lado en nuestra familia y la economía tampoco permitía pagarle una enfermera. La taza contenía un té bastante desabrido y medio frío y el plato traía una pieza de pan que seguramente algún vecino le dio hacía algunos días. El pan, aunque medio duro, aún conservaba su buen sabor. 

Con mucho esfuerzo también, la tía se sentó en una mecedora que tal vez era tan vieja como ella. Estábamos hablando de trivialidades, poniéndonos al día, cuando la vi cabecear por primera vez. No era noche cuando llegué a verla, pero para una mujer de su edad y con sus achaques, seguramente el recibirme era un desvelo. 

Un instante de silencio bastó para que la tía se quedara dormida. Pequeños ronquidos y la soltura total de su humanidad delataron su nivel de inconciencia. Más bien baja de estatura, con el cabello totalmente cano y de complexión delgada, la tía Anselma poseía una apariencia frágil. De ella decían en la familia que estaba loca, porque siempre juró pertenecer a cuanta asociación existiera, aunque nunca hubo pruebas de ello. 

Estaba indeciso entre irme sin despertarla o despedirme de ella, cuando la luz se fue en la casa. Debo confesar que la sensación de obscuridad y el hecho de estar en una casa que no era la mía me sobrecogieron. Instintivamente busqué mi celular en la bolsa del pantalón y sentí que el alma me volvió al cuerpo cuando pude encender la lámpara. Mi tía no estaba ya en su mecedora. La batería de mi teléfono, por otro lado, estaba muriendo también. 

A algunos metros de distancia escuché sonidos de trastes y el balbuceo de hace rato, que ahora en medio de la obscuridad parecía más tétrico. De pronto, una tenue luz apareció. Se trataba de una vela, mi tía la traía en las manos sin decir una sola palabra. No se veía bien en la casa, naturalmente, pero me daba la impresión por la rapidez con la que se movía la vela que a la tía Anselma ya no le daba tanto trabajo moverse. 

De nuevo se sentó en la mecedora, poniendo en la mesa de centro cubierta por un mantel tejido por ella misma con motivos florales. La vela traía pegado uno de esos rosarios que obsequian en los funerales o en los novenarios, traía una fotografía de alguien a quien yo no conocí. Habían transcurrido apenas unos minutos, pero la vela se estaba consumiendo con rapidez y mi teléfono se había apagado por completo. 

Una risa con sorna y hasta cierto punto macabra, proveniente de la diminuta figura de mi tía me erizó por completo la piel. La tenue luz de la vela era suficiente para advertir que las facciones de aquella sufrida mujer se iban transformando en algo diferente, un rostro mucho más sombrío y masculino. Yo no pude emitir palabra alguna y ella tampoco hablaba. En cambio, me clavaba su mirada grotesca. Los dulces ojos cafés de la tía se volvieron grises y ausentes de todo vestigio de vida. Comenzó a balbucear como hacía rato y parecía ser otra lengua, entre oración y oración emitía una risilla que me generaba ansiedad. 

No sé qué me ocurrió, pero no me pude levantar de ese mueble viejo y duro. Sentía que, si lo hacía, mi tía o lo que sea que fuera ahora se iría contra mí. La luz de la vela se consumía y cada vez iluminaba menos el rostro y la figura, que parecía haberse crecido durante esos largos minutos. De pronto, nada. cesaron los balbuceos, las risas, la luz. Todo quedó en silencio y juro por Dios que nunca me he sentido más asuntado en mi vida. 

La luz regresó justo antes de que yo muriera del susto. La vela en la mesa estaba completamente derretida y humeante aún. Frente a mí, estaba mi tía, con los ojos y la boca abierta, sus huesudas manos recargadas sobre los descansos de los muebles. Me acerqué a ella con temor por lo sucedido y después de hablarle sin respuesta. Tomé su mano y la sentí fría y rígida. Traté de tomar sus signos vitales y aquella mujer estaba muerta sin duda alguna. El maullido inoportuno del gato me sobresaltó. 

Intenté con desesperación acercarme a la puerta para tomar aire. Apenas di unos pasos afuera de la casa y el aire golpeó mi rostro, sentí que el alma regresaba a mi cuerpo. Afuera parecía que nada hubiera pasado. Había gente caminando y en la esquina estaba un vendedor de tacos con algunos clientes en su negocio. Revisé mi celular y entonces recordé que no tenía carga, por lo que comencé a gritar pidiendo ayuda para mi tía. 

Todo lo que siguió fue como en cámara rápida. La ambulancia llegó y tuvieron que trasladarla a la SEMEFO. Como era su único familiar disponible, me correspondió declarar las condiciones en las que encontré el cuerpo y firmar su certificado. Pronto surgió una interrogante: el perito sostenía que la tía Anselma llevaba al menos 17 horas de haber fallecido, por lo que mi historia no era consistente. Sin embargo, nadie puso mayor atención a eso. La autopsia había revelado que murió de un infarto fulminante. 

Otra cosa llamó la atención: en el refrigerador de mi tía, los ministerios públicos encontraron restos de al menos 6 gatos diferentes. estaban descuartizados y embolsados. A nadie le conté eso nunca. Después del funeral al que tan solo asistieron algunos vecinos y nadie de mi familia, cerré su casa. Llevé a vivir al gato conmigo, pues de alguna manera siento que ambos fuimos víctimas de la tía Anselma.

Cuento corto que sirvió de ejercicio para pasar el tiempo mientras regresaba la luz en la colonia.



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