Tepic, Nayarit, sábado 03 de mayo de 2025

Mi padre: médico, pescador y capitán

Raúl Andrés Méndez Lugo

29 de Abril de 2025

(Culiacán, 1960)

El encuentro con el mar ha sido por varias décadas una tradición familiar. Mi padre, médico cirujano y partero egresado de la Universidad de Guadalajara en 1947, mantuvo un romance inquebrantable con las maravillosas marismas sinaloenses, a muy pocos kilómetros de la ciudad de Culiacán. En ese contexto conocimos mis hermanos y yo, desde muy pequeños, todos los secretos de las llanuras costeras, las playas, los esteros, las mareas, los parajes, los pescaderos, la neblina mañanera, los atardeceres, la luna, las estrellas, la flora y la fauna marina de muchos bellos lugares. La tierra, el cielo y el mar nos forjaron como hombres con un sentido profundo de pertenencia, de percepción de la naturaleza y de convivencia con nuestros semejantes.

Todos los viernes a las 8 de la noche, teníamos la obligación de tener listo lo necesario para viajar al mar; mi padre salía del hospital a esa hora y mi madre revisaba que todo lo de la lista de provisiones estuviera en la vieja camioneta pickup del 53. Recuerdo que mi padre con su característica letra de médico escribía los pormenores de la lista: verduras, tortillas, una cartera de huevos, jamón, mayonesa, chorizo ranchero y machaca. Nescafé y azúcar tampoco podían faltar, así como el cartón de cervezas y tal vez un brandy o un ron que estuviera en oferta en el supermercado.

Los gasolineros saludaban amablemente a mi papá y llenaban el tanque de la camioneta. Mi padre les decía con su voz fuerte: “¿Listos? ¡Vámonos pues!”, ya que todos sabían que el doctor iba feliz como cada viernes al mar a pescar. Algunas veces al legendario puerto de Altata, otras al Tetuán Viejo o en muchas ocasiones a Dautillos, una pequeña comunidad de pescadores que era un embarcadero para llegar a la Isla de Tachichilte. Mi padre tuvo casas de playa en todos esos lugares, aunque a partir de 1970, decidió dejar como destino principal la hermosa e histórica aldea del Tetuán Viejo, por su cercanía de los esteros donde pescaba.

De mi mente no se borra todo el rito que mi papá hacía para embarcarnos en la madrugada, apenas empezaba a clarear el cielo. Él nos enseñó que sólo necesitábamos un cafecito caliente con unas galletas de animalitos, pero cuando nos daba tiempo calentábamos unos tamalitos de puerco o de plano preparábamos unos huevos con jamón a la mexicana. Después, teníamos que acarrear todo a la vieja panga amarilla, lo más pesado era el motor fuera de borda, un motor Yamaha de 48 caballos de fuerza, subíamos la hielera con cervezas y refrescos, la caja de las piolas, anzuelos, plomadas y curricanes. A él le gustaba más curricanear, para ello cortaba dos varitas de mangle muy derechitas de dos metros y medio de largas, que las usábamos como cañas para separar la piolas. La distribución era un pescador a cada lado de la lancha, el motorista podía tirar otra piola en medio, aprovechando que las cañas separaban las piolas lo suficiente para que no se enredaran entre sí. Por ningún motivo podíamos olvidar la famosa nasa, un artefacto con mango largo de madera que terminaba en un aro de donde colgaba una red de hilo de algodón, ésta servía para que cuando se prendiera un pez grande no se nos fuera al momento de subirlo a la embarcación, muchas veces se nos escaparon muy buenos pescados por olvidar esta maravillosa herramienta.

Nuestro recorrido de pesca empezaba en el estero de la Tía Julia, hermosa avenida de agua salada, flanqueada por bellos manglares verdes y altos, en cuyas raíces crecían y se anidaban las deliciosas almejas negras o patas de mula, todos aprendimos a sacarlas, llenábamos cubetas enteras, pero, sobre todo, aprendimos a comerlas, era nuestro platillo favorito a media mañana o cuando ya regresábamos a nuestra cabaña. Hubo un tiempo en que también crecían grandes racimos de ostiones de buen tamaño en los filosos troncos de los manglares, recuerdo que mi padre exclamaba: “¡Esto es una bendición de la naturaleza!”, con cuchillos especiales sin filo, abríamos los ostiones y en la concha los preparábamos con salsa guacamaya y limón. A mí me gustaba ponerle cátsup, era y seguirá siendo una delicia para el paladar.

En la ventana del estero soltábamos las piolas con los curricanes, entre 18 y 25 metros los pescaditos de plástico con anzuelos triples se movían como pececillos verdaderos. Recuerdo que en ese estero jalaban los pargos, los robalos, las curvinas y hasta los meros, de repente se prendía una sierra y hasta una especie de culebras marinas, llegamos a sacar hasta 15 o 20 piezas en una mañana, de 2, 3, 5 hasta 7 u 8 kilogramos de peso. Siempre fue muy emocionante jalar la piola y sentir el cabeceo de estos animales hasta quemarnos las manos cuando estaban grandes, mi papá cuando veía que no los podíamos, no dudaba en arrebatarnos la piola para él sacarlos, sin dejar de gritar “¡La nasa, la nasa!”. Una vez que ya estaba el pescado dentro de la lancha y le quitaban el curricán del hocico, mi papá daba la orden “¡Saquen una cerveza para festejar!”, hubo días de pesca que fueron tantos festejos que mi papá se llenaba de alegría y se ponía a bailar en la proa de la panga, para ello, los demás teníamos que cantar y aplaudir mientras el doctor Méndez bailaba, incluso, varias veces pegaba un brinco de la panga y se iba bailando por la playa hasta las casas de mis tíos los Angulo, eso significaba que nos había ido bien en la pesca.

Nunca podré olvidar la cara roja de mi padre y sus gestos de dolor cuando se le prendió un pargo que pesaba más de 7 kilogramos, fue tan duro el jalón que mi papá se dio media vuelta bruscamente, apagó el motor y ahí sentado empezó a cordelear semejante animalón, el peligro era que si le daba piola se podía meter entre los mangles y se enredara o se reventara la cuerda, pero no dejó de jalar y después de algunos minutos lo subió a la lancha sin necesidad de la dichosa nasa, pues como él dijo: ¡El animal se había tragado completo el curricán!.

Sin duda, la aventura en el mar que en esta ocasión quiero recordar y contarles, fue aquella vez que fuimos un fin de semana a la Isla de Tachichilte. Resulta que cuando estábamos por regresarnos el domingo, como a las 4 p.m. el motor Johnson de 40 caballos no quiso encender, por más esfuerzos que hizo mi tío Nacho Gómez, hombre fuerte y robusto que ejercía distintos oficios. En esa ocasión él era parte del grupo de pescadores que estábamos atorados en medio de la soledad de la isla, resignados a esa triste situación, mi padre dio la orden de que teníamos que irnos a como diera lugar, con palanca en las partes bajas y a remo en las partes hondas del estero hasta salir a altamar y cruzar entre el oleaje y la noche, hasta llegar a tierra firme.

De repente, a mi padre se le ocurrió que podríamos improvisar unas velas con las cobijas y lonas que llevábamos, como recordando aquellos barcos españoles de la época colonial, pues era como una fantasía que tal vez mi padre había imaginado alguna vez y así se hizo.

Realmente ahora después de 52 años del suceso, pienso que fue una locura hacer lo que hicimos y ahora me doy cuenta de que mi padre y su grupo de pescadores, nos convertimos por algunas horas en navegantes aventureros, ahora lo recuerdo con gran nostalgia de lo que fuimos capaces de hacer una noche fría de invierno.

Salimos a las 4:30 p.m. del paraje de las Tres Nanchis, con muchos bríos y un tanto divertidos, muy valientes pero muy improvisados. Recorrimos lentamente los primeros 5 kilómetros a través del esterón hasta salir a la orilla de la isla, con un monte maravilloso de cacalosuchitls, pitayas, chutamas y biznagas, donde se oía a cada momento el aullar de los coyotes al atardecer.

Empezó a oscurecer a las 7 p.m., la “vela” todavía no se izaba, mi padre estudiaba la dirección del viento, mi tío Nacho y mi tío Álvaro, opinaban que se necesitaban dos velas encontradas para aprovechar el viento y el Güero Molacho (con menos escolaridad de todos) decía que uno debía seguir el canto de las pichigüilas, porque él siempre las había visto volar hacia Dautillos. En fin, hubo momentos en que todos opinaban, pero el capitán era mi padre, así que al final se haría lo que él dijera. La embarcación con sus navegantes enfiló hacia altamar, la palanca de 5 metros de larga se usó como mástil y empezaron a armar las dos velas, una que recibiría el viento y otra que empujaría la panga, los remos nunca dejaron de usarse como motores humanos, yo solo escuchaba el viento soplar y los ruidos de los remos cuando golpeteaban el agua salada del mar, estábamos prácticamente en la mitad del trayecto entre la isla y el continente, pero una cosa simpática fue cuando mi padre gritó como haciendo una oración: “¡Ánima de Neptuno, mándanos aunque sea una panga perdida con motor que eche humo!” Y todos soltaron una sonora carcajada por la ocurrencia del capitán, aunque yo pensé en mi interior, mi papá tiene razón, ojalá llegue esa panga salvadora.

A pesar de todo, la vela venía funcionando, a tal grado que en algunas ocasiones ni los remos se necesitaban, el motor descompuesto, servía de timón y fui testigo cómo nos enfrentamos a los fuertes vientos y las grandes olas en un momento de la noche donde no se veía nada, de repente sentí náuseas y ganas de vomitar. Cuando aparecieron la luna y las estrellas, alguien dijo: “¡Ahí está el arado y a la derecha la osa menor!”, mi tío Álvaro, el más ranchero de todos, recordó cómo el famoso arado casi siempre apunta para el poniente y algunas veces para el sur, y exclamó ¡Así que vamos bien doctor! Eso me tranquilizó un poco, pero todos ya venían cansados y con sueño. Mi papá, agarrado del motor cerraba los ojos por algunos momentos, mi primo el Paz siempre estuvo muy pendiente de todo, él era mayor que yo como 4 años y estuvo activo desde que salimos en esta aventura al servicio del capitán, que además de ser su sobrino era su ahijado.

Por fin, a las 2 de la mañana, se vio la primera luz de Dautillos, los remadores apenas podían el peso de los remos, todos agotados, la vela agarraba un poco de viento, pero ya no era el mismo que nos había tocado en altamar, ya habíamos entrado a la bahía y habíamos tomado el estero.

Como si fuera una comedia que habíamos protagonizado todos, mi padre gritó fuerte “¡Tierra a la vista!” cuando la neblina nos permitió ver el viejo muelle de Dautillos. El Camote, el pescador malhablado, que no había ido con nosotros en esta ocasión, nos estaba esperando en la orilla, y como siempre con su picaresco sentido del humor le dijo a mi padre: ¡Qué onda mi Cristóbal Colón, traes muy buen motor, tan silencioso que ni los oí llegar!

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