Una noche de 6 de mayo
Ulises Rodríguez
13 de Mayo de 2025
La noche había caído y el calor era insoportable. En una choza construida por palos que, por el día dejaban pasar las corrientes de aire y por las noches, en cambio, dejaba que sus moradores observaran entre los barrotes cómo el cielo iluminado por estrellas se reflejaba en el río en las noches de luna, allí, en esa humilde chocita había una mujer recién parida, Filomena. La asistía su esposo, un hombre alto y delgado, de bigote no tan espeso y ojos pequeños, su nombre era Juan.
El bebé que la mujer cargaba entre sus brazos y al que alimentaba debajo del pabellón que servía para ahuyentar a los moscos propios de la costa era una niña y se llamaba Andrea. Esa bebé sería la mujer más influyente en la vida de quien esto escribe, a la que le debo lo poco que tengo.
Andrea Castillo nació en un medio día de un 6 de mayo, pero de 1914. Nació en las vísperas de la primera guerra mundial, cuando las noticias del conflicto no llegaban por los periódicos, porque nadie los leía en ese pueblito que luego habría de llamarse Aután. Las noticias, por aquellos días llegaban gracias al cura que iba cada domingo a dar misa bajo una ramada y que les decía que lo que ocurría en el mundo era motivo de que el diablo había sido expulsado de los infiernos y condenado por Dios a vagar en la tierra. Con esa creencia se formó mi mamá Andrea y muchos, muchos años después, lo seguía creyendo firmemente.
Cuando mi mamá Andrea nació, Nayarit no era Nayarit. Lo sería hasta que ella tuvo 3 años. Mi bisabuelo, metido en la revolución por el anhelo de contar con un pedazo de tierra para sembrar, soñaba también con ser parte de un nuevo estado, como tanto decían señores “de respeto” como el general Baca Calderón y Espinosa Bávara. Hay, en algún lugar de la casa, una carta de mi bisabuelo. Escrita en los años 40 a un hermano suyo, el documento ya con un tono ocre mantiene aún el respeto de ese humilde campesino por dos personajes tan relevantes para nuestro estado en sus primeros años de vida como entidad libre y soberana. Mi mamá Andrea aprendió a leer y a escribir en casa. Las historias que le contaba mi abuelito Juanito sobre Juan Escutia, sobre los niños héroes, sobre el cura Hidalgo, los señores Juárez y Madero se convirtieron en las mismas historias que ella le contaría a su nieto menor muchos años después, mientras ambos tomaban café con leche en el que remojaban puños de galletas de animalitos. Hablaba tambi
én de cómo murió su madre siendo muy joven y cómo fue la única de sus hermanas que llegó a los 20 años. En su juventud, las personas morían por una gripa mal cuidada o una infección derivada de tomar agua del río.
Dicen que a mi mamá Andrea no le gustó de primera mano que yo viniera en camino. La condición de madre soltera de mi mamá seguramente no le ilusionaba a una mujer criada en otra época. Sin embargo, sé también que me convertí en su adoración apenas me cargó entre sus brazos. Por ella supe leer y escribir desde los 3 años y a ella le debo también mis primeras clases de historia -tan imprecisas y románticas como se pueda, pero también cargadas de un patriotismo en el que me gusta creer-. No hubo gusto que mi abuelita no me diera, no hubo lección que no me enseñara.
Hace días, en una noche donde la tristeza me agobiaba, encontré en la habitación en la que mi tía me permite dormir mientras trabajo en la ciudad de México, la mejor foto que tengo de ella.
-Siempre te encomendamos a ella tu madre y yo, así como a tus ángeles de la guarda para que nada te pase por todo lo que haces y a quiénes haces enojar- me dice mi tía constantemente. La foto de mi mamá Andrea en esa habitación no es casualidad.
Estaba sonriente, en la sala de nuestra casa. Llevaba puesto su chalequito rosa, sus anteojos y, colgadas de un alfiler, las llaves del viejo y macizo cajón donde guardaba sus más preciadas pertenencias. Vi su foto con nostalgia y con vergüenza. No he hecho todavía nada que pueda enorgullecerla, salvo vivir la congruencia entre lo que digo, pienso y hago.
Mi mamá Andrea siempre hablaba de valor, de amar el lugar donde uno nace, de inspirarse en los hombres del pasado que atravesaron por disyuntivas que hacen parecer nuestros problemas como auténticas pequeñeces ¿quién iba a decir que sería ella, precisamente esa mujer que nació en una calurosa noche de mayo, en una comunidad que no tenía nombre y que años más tarde se llamaría Aután, la mujer en la que pienso como ejemplo de fortaleza, de amor y de inteligencia? Es ella en la que encuentro inspiración, es ella a la que quiero hacer sentir orgullosa cuando vuelva a verla en el lugar en el que, seguramente me esperará con el mismo amor.
Escribir sobre ella es traerla a la vida un instante, lo menos que puedo hacer por la mujer que todo me dio. Escribo estas líneas, incluso, desde la que era su habitación y que se ha constituido en mi estudio. Escribo para dejar constancia de que hubo una vez una mujer llamada Andrea Castillo Rodríguez y que esa mujer sigue viva en las letras, pero, sobre todo, en el recuerdo de ese hijo suyo que tanto, tanto la amó.
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